Saúl Juárez Los teatros son lugares propicios para albergar sucesos de otra dimensión. Así lo cuentan las voces etéreas del Ocampo, ubicado en el corazón de Morelia. Hace una década, en ese escenario triunfó el bailarín Amado Plancarte. Parecía flotar sobre un ambiente que él mismo convertía, con sus desplazamientos, en una esencia casi líquida, ánfora de emanaciones misteriosas. Es cierto que hasta el día de hoy nadie ha vuelto a ver al bailarín entrar al teatro, pero todos saben que Plancarte interpreta ahí la que sería la coreografía que no alcanzó a estrenar. Para bailar estar vivo o muerto no resulta importante. Tampoco es necesario verlo para saber que el bailarín está sobre el escenario, danza en las madrugadas con la belleza y el talento de siempre. Encuentra en el movimiento del cuerpo una verdad mística que rompe con la simple realidad. Se escucha el suave golpe después de los saltos, se siente el aire de sus giros. El coreógrafo despliega toda su energía, vuela sublimando su creación. Tiene el permiso para interpretar, una y otra vez, su pieza perfecta. No importa si sólo tiene por público a ese individuo. Permanece rígido, atento, expectante desde la tercera fila. Es el único en el teatro y no pocos aseguran haberlo visto en su lugar con la ropa manchada de sangre. Dicen que el bailarín sabe bien de quién se trata. Es el hombre que Plancarte arrolló antes de estrellarse en una barda al perder el control de su auto en la bajada de Santa María. Ambos fallecieron y ahora el artista baila para él. Nadie duda de que el famoso bailarín danza para alcanzar el perdón de su único espectador. Sólo él puede liberarlo con su aplauso