Nos vemos en el cine, se transformaron en libro y cuenta las aportaciones de Michoacán a la pantalla grande

Mi relación con Michoacán comenzó a principios de los años ochenta. Viajé a Morelia y lo que recuerdo con particular asombro fue la sólida y bella presencia de los arcos del acueducto

Jaime Vázquez

Mi relación con Michoacán comenzó a principios de los años ochenta. Viajé a Morelia y lo que recuerdo con particular asombro fue la sólida y bella presencia de los arcos del acueducto, enormes muros de piedra, testigos silenciosos del paso del tiempo y de la historia. La ciudad apareció poco a poco para darme una abierta bienvenida entre calles y rincones, para llenarme los ojos.

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Éramos un nutrido grupo de jóvenes que, en el autobús “Carlos Chávez” del INBA, llegábamos a la ciudad para participar en un encuentro de escritores. Con la Casa de la Cultura, la sopa de médula, los ates, la charanda, el gazpacho y las corundas inició una relación de amor con la antigua Valladolid, nido histórico de lo que hoy somos, pieza fundamental de identidad.

Vinieron así los amigos michoacanos, los libros, los poemas, las charlas interminables, las intensas y gozosas caminatas por los alrededores, los viajes a Pátzcuaro, Janitzio, a Santa Clara del Cobre.

Una noche moreliana salí a caminar por las calles alrededor de la Catedral. Una señora, amable, con mucho orgullo me dijo: “es la única Catedral del país orientada hacia el norte”, luego sonrió y se alejó.

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Caminé hacia un cine que estaba frente a la Catedral o muy cerca de ahí, compré mi entrada y vi alguna película de los hermanos Almada, entre un público entusiasmado.

Esa ha sido mi relación con el cine: el asombro, el entusiasmo, la magia. Todo cine es un templo en el que se ofician rituales colectivos que guardamos individualmente. Lo es desde que lo descubrí en los cines del centro histórico de la Ciudad de México o en el barrio de la infancia, en la colonia Clavería. Era un cine “piojito”, como se les decía entonces a las salas de los barrios. En el Clavería eran tres películas por un peso: un paraíso con butacas de madera incomodísimas, con el piso lleno de cáscaras de pistache y de pepita.

El tiempo lo matiza todo, es maestro y tirano. Nos enseña que el cine descubre otros horizontes: la literatura, la música, la historia, la existencia oculta y a veces oscura tras la pantalla, las grietas y gozos que viven los personajes, el dolor y el placer, el sueño y la pesadilla. Es decir: el mundo completo, el universo y sus razones y sinrazones, la vida misma. 

El cine, lo sabemos bien, está en los ojos de cada espectador que mira, que observa. La mirada es intransferible.

Por eso repetimos la ceremonia: nos formamos en la taquilla, compramos un boleto, elegimos la butaca y nos abandonamos al ensueño personal que la película tiene reservado para cada uno de nosotros. Sueño y ensueño, verdad y mentira.

Por eso es necesario compartir esa experiencia, comunicar el viaje con la ayuda de anécdotas, ideas, referencias, recuerdos y reflexiones. Escribir sobre las películas que vemos es extender la mirada, invitar al lector a observar de otra manera lo vivido. Es una extraña necesidad de echar otro y renovado vistazo a través de la memoria y la experiencia. 

Por azares de la vida, un compañero de posibles e imposibles aventuras de toda índole, incluidas las cinematográficas, amigo de siempre, tendió uno de los muchos puentes que me ha abierto, generoso como es: Saúl Juárez hizo posible que iniciara la conversación con Sandra Aguilera, editora del suplemento Jueves del diario La Voz de Michoacán. A ambos debo el comienzo, hace más de dos años, de estas colaboraciones quincenales en el periódico. En ellas comparto historias, crónicas, anécdotas, reflexiones y recuerdos sobre el cine en Michoacán, sobre los michoacanos en nuestro cine.

A la vuelta de los meses las notas se convirtieron en una panorámica (incompleta, desde luego) del tiempo y el cine que se realizó con la impronta michoacana.

Sandra abrió la puerta para que el Gobierno del Estado coeditara las notas en forma de libro, que fue posible ilustrar con imágenes del archivo de la Filmoteca de la UNAM, otras más del propio periódico, del Festival de Música de Morelia "Miguel Bernal Jiménez" y del Festival internacional de Cine de Morelia.

Las notas que cada quince días se publicaron bajo el título de Nos vemos en el cine, se transformaron en el libro Michoacán en el cine. Episodios en la pantalla, que se presentará el 12 de octubre a las 11:30 horas en el Teatro “José Rubén Romero”. Ese mismo día, en el Centro Cultural Clavijero, a las 12:30 horas, se inaugurará la exposición con las fotografías que ilustran el libro. Son los rostros de actrices, actores, directores, escritores, que dieron luz al cine; son las películas filmadas en el paisaje michoacano.

El cine ofrece esa posibilidad: reconocerse en la pantalla, mirarse en ese espejo, mentirle al tiempo para recorrer horizontes, calles, momentos, fechas que ahí permanecen. Si los sueños, como escribió Octavio Paz, son esa “borrosa patria” que nos devuelve al pasado, a lo que ya no es pero que de alguna forma sobrevive, el cine es otra forma del sueño.

No recuerdo la primera película que vi siendo un niño. Sí recuerdo la primera sala cinematográfica que me impresionó. Era el Palacio Chino de la Ciudad de México. El señor de la butaca de enfrente no me dejaba ver la película, quizá de Cantinflas. Me quedé absorto observando la decoración, las paredes, el ornamento, las tenues luces rojas de los letreros que indicaban la ruta de salida. Vagué y me perdí en el ambiente de la sala con olor a palomitas, en la oscuridad.

Como dijo Gómez de la Serna: cada vez que se escucha en el sonido local que hay un niño extraviado, pienso que soy yo. La ruta de salida, del encuentro, siempre me lleva al cine. 

Jaime Vázquez, promotor cultural por más de 40 años. Estudió Filosofía en la UNAM. Fue docente en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Ha publicado cuento, crónica, reportaje, entrevista y crítica. Colaborador del sitio digital zonaoctaviopaz.

@vazquezgjaime