Yazmin Espinoza, colaboradora La Voz de Michoacán “Mi madre y yo somos una. No comprendo todavía los límites de mi cuerpo. Su voz canta la melodía del mundo. El calor de su piel es presencia y latido”. Ave Barrera, “Notas desde el interior de la ballena” Eran las 11 de la noche. No se había detenido a pensar en si el panteón estaría abierto o no a esa hora, solo manejó. La puerta en efecto estaba abierta, había un servicio funerario y los carros llenaban el primer estacionamiento. Ella siguió conduciendo, rodeando la estructura principal, hacia los jardines de atrás. Nadie la detuvo. Estacionó y salió del auto sin ponerle seguro. No creía que alguien ahí quisiera robarle. Todas las personas que se encontraban en ese lugar tenían una pena, una que probablemente no les dejara lugar en la cabeza para algo más que llorar. A pesar de la oscuridad de la noche y que había muy poca iluminación en la zona, no le costó encontrar la tumba que apenas hacía un mes se había abierto llevándose consigo el ser que más amaba en la vida. Su madre tenía un mes de haber muerto, y ella no sabía cómo seguía respirando un aire que ya no compartían. Miró el tatuaje que tenía en la muñeca izquierda, un ritmo cardiaco que se había hecho unos años atrás para recordarse que, a pesar de todo, seguía viva, que ambas lo estaban, que juntas podrían lograrlo todo. El dolor la atravesó, por completo. Lo único que quería era sentirla cerca nuevamente. Su cuerpo reaccionó de manera involuntaria ante el sentimiento y se acostó en el piso, con la cabeza hacia la lápida y los pies apuntando al cielo, brazos a los lados, imitando la posición en la que posiblemente su madre estuviera metros más abajo. Clavó los dedos en la tierra, sintió el pasto levemente mojado por la brisa de la noche. Cerró los ojos e intentó conectarse de alguna manera con el cuerpo frío debajo de ella. No podía respirar. La tierra húmeda bajo sus manos. El corazón queriendo salir del pecho. Algunos autos comenzaron a pasar por la calle que llevaba a los jardines, buscando la salida, pero en donde ella estaba probablemente no la verían. Su cuerpo imitando a un muerto pasaría inadvertido ante los ojos rojos de los recientes dolientes. De repente uno de los carros se detuvo cerca y escuchó, segundos después, pasos acercándose a ella. No abrió los ojos. ¿Qué chingados haces aquí? ¿Crees que esto es normal? ¿Qué te pasa? Levántate, no mames. Reconoció la voz enseguida, pero no contestó. Apretó más los ojos y siguió enterrando los dedos en la tierra, intentando atravesar mágicamente los tres metros que la separaban de la otra mitad de su corazón. Que te levantes te estoy diciendo. Ni creas que te voy a esperar aquí. Pareces una loca. Aquí te voy a dejar. Estoy hasta la madre de que hagas estas cosas. Él no lo entendía, nadie lo entendía. Abrió los ojos. La luz clara la cegó por un momento. Movió sus manos y sintió la suavidad de las sábanas que había puesto en la cama apenas la noche anterior. Su alarma estaba sonando. Se estiró a apagarla y se levantó poco a poco. Había sido un sueño muy real… o un recuerdo muy preciso. La niña ya está desayunando, le puse la tele, pero le dije que si no come se apaga. Intenta que se acabe todo porque acuérdate que anoche no cenó bien. Ya me voy, las veo al ratito. La misma voz familiar. Un beso rápido en los labios. El sonido de una puerta cerrándose. Una hora más tarde estaba manejando sobre la avenida principal. Un semáforo en rojo la hizo detenerse justo frente al panteón, era temprano aún, las puertas estaban abiertas igualmente. Dio la vuelta a las manos que tenía sobre el volante y clavó su vista en el pequeño tatuaje de un ritmo cardiaco que tenía en su muñeca izquierda. Luego levantó la mirada hacía el retrovisor, donde los ojos de su madre, ahora en su hija de tres años, le devolvían la mirada. Seguía viva. Yazmin Espinoza. Comunicóloga enamorada del mundo del marketing y la publicidad. Apasionada de la literatura y el cine, escritora aficionada y periodista de corazón. Mamá primeriza. Lectora en búsqueda de grandes historias. Instagram: @historiasparamama