Sonia Zavala López El artículo 18 de nuestra Constitución establece que el sistema penitenciario debe organizarse sobre la base del respeto a los derechos humanos, el trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la salud y el deporte, con la finalidad de lograr la reinserción social de las personas sentenciadas. Esta disposición constitucional consagra un principio fundamental del Estado democrático de derecho: el castigo penal debe orientarse no solo a la sanción, sino a la rehabilitación y reintegración del individuo en sociedad. Sin embargo, la distancia entre la norma y su aplicación es profunda. La reinserción social, lejos de constituir un eje rector de la política penitenciaria, se ha transformado en una aspiración incumplida, evidenciando una deuda estructural del Estado mexicano con las personas privadas de la libertad, y con la propia sociedad. Según datos del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social, el país cuenta con más de 300 centros penitenciarios que albergan a una población superior a los 220 mil internos. No obstante, gran parte de estos establecimientos presenta condiciones incompatibles con los fines constitucionalmente establecidos. El hacinamiento, la insalubridad, la deficiente atención médica, la carencia de programas educativos y de capacitación laboral, así como una administración frecuentemente marcada por la corrupción y la informalidad, constituyen obstáculos sistemáticos para el cumplimiento del mandato constitucional. El hacinamiento, en particular, representa uno de los problemas más críticos. En diversas entidades federativas, las prisiones operan muy por encima de su capacidad instalada, alcanzando en algunos casos niveles superiores al 150 por ciento. Esta situación no solo compromete la calidad de vida de la población penitenciaria, sino que imposibilita la implementación efectiva de programas de reinserción. La escasez de espacios físicos, personal capacitado y recursos materiales limita gravemente el acceso a actividades formativas, condenando a gran parte de los internos a una rutina de encierro ocioso y desprovisto de contenido rehabilitador. El trabajo penitenciario, concebido en la Constitución como un medio fundamental para la reintegración, ha sido progresivamente desvirtuado. Aunque en algunos centros existen talleres productivos, su alcance es reducido y rara vez se ajusta a las exigencias del mercado laboral contemporáneo. Además, la ausencia de mecanismos que garanticen una remuneración justa y condiciones dignas de trabajo da lugar a prácticas que, en muchos casos, se aproximan a la explotación. La existencia de redes informales de poder, tanto entre internos como entre autoridades, ha generado una economía carcelaria paralela que distorsiona aún más los fines del trabajo intramuros. La dimensión educativa, por su parte, evidencia un rezago estructural igualmente preocupante. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL), más del 60 por ciento de las personas privadas de libertad no ha concluido la educación secundaria. A pesar de la existencia de programas de alfabetización y educación básica, su cobertura, calidad y continuidad son limitadas. Las oportunidades para acceder a niveles medios o superiores son prácticamente inexistentes y, en su mayoría, dependen de iniciativas individuales o de organizaciones de la sociedad civil. Esta precariedad educativa restringe de forma considerable las posibilidades de reinserción efectiva al medio libre. Otro componente central del proceso de reinserción es la atención a la salud mental, ámbito que ha sido históricamente desatendido en el sistema penitenciario mexicano. La mayoría de los centros carece de personal especializado para abordar las consecuencias psicológicas del encierro prolongado, las adicciones o los antecedentes de violencia que presentan muchas personas recluidas. Esta omisión no solo compromete la salud integral de los internos, sino que también incide en la proliferación de conductas autodestructivas, agresivas o disruptivas, dificultando la gobernabilidad al interior de los centros. …Frente a este panorama, la reinserción social ha quedado reducida a un postulado normativo desprovisto de contenido real. La falta de coordinación entre los sistemas penitenciarios federal y estatales, así como la ausencia de mecanismos de evaluación y rendición de cuentas respecto a los programas de reintegración, han contribuido a perpetuar un modelo que reproduce la exclusión social en lugar de revertirla. A ello se suma el estigma social que enfrentan las personas liberadas, lo cual limita sus oportunidades de inserción laboral, educativa y comunitaria, perpetuando los ciclos de reincidencia y marginalidad. Reinsertar socialmente a una persona no se reduce a otorgarle la libertad al término de su condena; implica dotarla de las herramientas necesarias para reconstruir su proyecto de vida, reparar el daño causado y reestablecer sus vínculos sociales desde un marco de legalidad y dignidad. Para ello, resulta indispensable que el Estado abandone la lógica puramente punitiva y conciba los centros penitenciarios como espacios de oportunidad y transformación, bajo una perspectiva integral que articule derechos humanos, justicia restaurativa y enfoque de género. El incumplimiento del derecho a la reinserción social no constituye únicamente una omisión jurídica o administrativa, sino una falla estructural que compromete tanto la legitimidad del sistema penal como la seguridad pública. Mientras las cárceles sigan funcionando como espacios de violencia y exclusión, el sistema penitenciario mexicano será incapaz de cumplir con su función preventiva y resocializadora. En este sentido, dar cumplimiento al mandato constitucional no debe ser interpretado como una opción política, sino como una obligación impostergable del Estado democrático.