Gustavo Ogarrio Lo veíamos salir en la televisión por breves momentos, sentado en el banquillo del Atlante junto a los suplentes y al director técnico en turno, o al desplazarse en el terreno de juego con el maletín de doctor en la mano. Me daba la impresión de que se conducía con un temperamento más de médico amable y paternalista del barrio de la Portales que como un especialista en desgarres, calambres o contusiones. La casa de los Pichardo fue nuestra casa por algunos años; en ese entonces, nuestro mejor amigo era Gabriel, el hijo sándwich de los Pichardo. La mesa de ping-pong en el centro del patio y alrededor de la cual pasábamos largas horas y días de risas y épicas menores; desplazamientos entre Coyoacán y la Portales; los maniquíes de anatomía en el consultorio del Dr. Pichardo como figuras amenazantes en la oscuridad; una golpiza que nos dieron en los tacos del metro Portales; un choque tremendo ya en la etapa de la universidad. Y ahí estuvo el Dr. Pichardo, como un médico que desde su romanticismo irredento nos defendió en nuestras búsquedas extraviadas de la adolescencia. Decía que yo hablaba en quinta dimensión y eso lo entendí como una ironía y un halago siempre entrañable. El Dr. Pichardo lloraba cada que veía la película “Cinema Paradiso”, de Giuseppe Tornatore; era un doctor sentimental y melancólico. En 1993, el Atlante llegó a la final contra el Monterrey. El Dr. Pichardo fue implacable: si ganaba el Atlante habría una gran fiesta (coincidía con mi cumpleaños), si pierde no quiero ver a nadie en esta casa. El Atlante arrasó al Monterrey y tuvimos fiesta; una enorme bandera del Atlante firmada por todos los jugadores fue mi regalo; la conservé durante mucho tiempo. Me enteré hace algunas semanas que ha muerto el Dr. Pichardo. Y el presente se transforma de golpe en esa bandera extendida de lentos adioses no simultáneos en la que también va despareciendo lo mejor de todos nuestros pasados.