Jorge A. Amaral Que dizque Chico Che anduvo con The Ventures, pero no hay nada comprobado, todo es una leyenda urbana, y ni falta que le hizo ese punto en el currículum para llegar a ser uno de los más grandes exponentes de la música popular al lado de Rigo Tovar, Acapulco Tropical y toda esa ola de agrupaciones que aún ahora siguen haciendo las delicias en las fiestas guapachosas. Pero no sólo eso, sino que en los últimos años, el público amante del kitsch nacional alzó una especie de culto. Lo malo es que ese culto no es en torno a su música, salvo dos o tres canciones que todos conocemos, sino alrededor del halo místico del personaje, ese provinciano de habla franca y música bullanguera: la representación de lo que siempre menospreciaron y de repente ya valoraban. El caso es que este año Chico Che cumpliría 80 años de edad pero, como a los grandes, la muerte lo requirió demasiado pronto. A veces pienso que es mejor así, que se vayan cuando están en lo alto de sus carreras, no cuando aquello se vuelve lastimoso, casi ridículo, ya que no todos saben envejecer con dignidad. Prefiero al José José de hace 40 años que al de sus últimos suspiros, y no, no me imagino a Pedro Infante o Jim Morrison viejos. Y es que, si escuchamos con detenimiento la música de Chico Che desde aquel primigenio “Mi cafetal” (1974), veremos que en realidad a lo largo de dos décadas no quedó a deber nada, que fue un artista completo, íntegro e integral, que no se conformó con la fórmula de la cumbia, sino que siempre fue más allá, mezclándola con el rock, con el folclor sudamericano (la muestra perfecta de ello es “Camino a La Chontalpa”, en el maravilloso “Cañón”, de 1979), el bolero y el son. Incluso entre sus cumbias hay diferentes estilos que hacen ir del corazón de México a las montañas de Perú y Bolivia, sin contar que en “Qué culpa tiene la estaca” (1980) hay una agradable versión de “La tertulia”, aquella indispensable del maestro Chava Flores. En cuanto al folclor sudamericano, resulta verdaderamente buena la versión que en “Las pelotas” (1982) hizo de “El arriero”, de Atahualpa Yupanqui, un tema que en sí mismo encierra una gran belleza. ¿Sabría Chico Che lo que se estaba augurando cuando le puso a su grupo el nombre de La Crisis? En aquel lejano 1972, en pleno echeverriato y con todas las convulsiones sociales que se vivían, lo más palpable, entonces como ahora, era la crisis, esa cabrona con la que hemos de lidiar siempre, con la que batallaron nuestros padres y que para nosotros no es nueva, y entonces hemos de hacerla nuestra, jinetearla y hasta bailar con ella. Así, mexicanos al fin, tomamos nuestras pequeñas y grandes desgracias y las cantamos, las bailamos y terminamos burlándonos de ellas, a final de cuentas, si me preguntan si me duele, les contestaré que sólo cuando me río. Y es que, ante los problemas, muchas veces no hay más que cantar, no para lamerse las heridas con un rictus de autocompasión al estilo de Vicente Fernández, sino como soberano corte de mangas a las broncas que nos agobian, como diciéndoles “no pasarán”, y por eso dicharacheros encantadores como Chico Che, Chava Flores o Lalo Guerrero son tan queridos, tan entrañables, porque no necesitamos que nos digan lo jodidos que estamos, eso ya lo sabemos, sino que nos digan que lo importante es que tenemos salud. Quizá por ello es que sin haber sido propiamente un músico virtuoso, sin que en La Crisis hubiera muchos solos apabullantes (el de clarinete en “Soy campesino”, en “Pobrecito mi cigarro”, de 1981, es imperdible), sin una gran voz, la franqueza de Chico Che se impone al paso del tiempo, y por eso su música no tiene falsas pretensiones. Hizo lo que le dio la gana y cantó lo que le gustó, tocó lo que le nació, llegando al grado de, en “Ya no hay Beatles”, sostener que La Crisis es mejor que los Beatles y los Rolling Stones (quizá él lo dijo de guasa, pero yo sí lo creo). Pero claro, hay temas que han hecho de Chico Che un inmortal de la cumbia en México y no se puede entender el sentido chilango-bullanguero sin “Quén pompó”, “El restaurantito”, “De quén chon” y todos esos temas que ya forman parte de una mexicanidad, de las muchas que hay, ávida de baile y desmadre, de bailar con La Crisis a pesar de la crisis, a final de cuentas todo se resume alzando los hombros y arguyendo “¿qué culpa tiene la estaca si el sapo salta y se ensarta?”. Así, en tanto que no sabemos quén pompó ni de quén chon, también habríamos de preguntarnos qué será lo que quiere el negro. Salud por ello y que el cántico sea nuestro porvenir. Enojarse con monos En febrero de 2022, miembros del Consejo Supremo Indígena de Michoacán derribaron y decapitaron las estatuas de los constructores de Morelia, que estaban instaladas donde empieza el Acueducto. Todo fue por un malestar racial e histórico, porque tales efigies representaban la opresión del europeo sobre el indígena, que en la Conquista padeció la peor carnicería imaginable. Todo lo argumentado por la agrupación representativa de los pueblos originarios de Michoacán es acertada, tienen razón en sentir ese rencor, alimentado durante siglos de explotación y vejaciones, pero -lo dije en su momento y lo digo ahora- decapitar esas estatuas no cambió la historia. En Estados Unidos, en 2021, también se derribó la estatua del general Robert E. Lee en Richmond, Virginia. Ese personaje fue un destacado combatiente y estratega confederado durante la Guerra Civil. El motivo para tumbar la efigie es que era uno de los mayores esclavistas de su tiempo (era general confederado, con eso puede entenderse todo) y durante las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter fue duramente criticada hasta que el gobernador ordenó la remoción. Pero de todos modos eso no cambia la historia de racismo, segregación, discriminación y crímenes de odio en Estados Unidos. Con o sin estatua de Robert E. Lee el Ku Klux KIan sigue existiendo y grupos neonazis continúan ahí, agazapados bajo el “Make America Great Again” (MAGA) de Donald Trump. En estos días, la alcaldesa de Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, Alessandra Rojo de la Vega, hizo retirar de una plaza las estatuas de Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro, obra de Óscar Ponzanelli, que estaban sentadas en una banca en la colonia Tabacalera. A decir de la ¿panista?, muchos vecinos se lo pidieron porque querían caminar libremente y sentarse a descansar en esa plaza. Entonces, aprovechando lagunas legales para justificar el acto, Rojo de la Vega, instalada en su pequeño coto de poder, las retiró, y sí, si algo se hizo sin permiso y de forma arbitraria, ha de corregirse, pero a veces el hígado nos traiciona y salen a relucir las verdaderas intenciones, pues en la misma publicación, la funcionaria escribió que “El Che ni Fidel pidieron permiso para instalarse en Cuba, mucho menos en la Tabacalera”. Así, retirar esas efigies no fue sino un burdo acto de revancha ideológica, como lo hizo los del Consejo Supremo al derribar a los constructores de la ciudad, o como lo han hecho los activistas afroamericanos al derribar estatuas de confederados. Querido lector: nada de eso cambia la historia. Alessandra Rojo de la Vega podrá quitar las figuras que quiera, podrá fundirlas para hacer llaveros o lo que sea, podrá echarlas al kilo, pero eso no quita la importancia de México para la Revolución Cubana y el papel crucial que mexicanos como Lázaro Cárdenas del Río desempeñaron para que esos 82 combatientes se embarcaran en el Granma hacia la revolución. Además, quitar esas estatuas no hará que el pueblo cubano revierta las décadas de atraso producto del bloqueo económico y la opresión del régimen. En fin, resulta demasiado absurdo estarse enojando con estatuas a estas alturas del partido, en que hemos de enfocarnos en los problemas reales, actuales y solucionables. ‘Oilo’, pues Dice Rogelio Zarazúa que su jefe ya negocia para que Kansas City Southern saque su infame patio de maniobras de la ciudad. Hay que recordar que la concesión de Kansas sobre los derechos de la vía es casi eterna y que, además, el tren es algo sagrado para el gobierno, y lo vimos en las recientes manifestaciones magisteriales: al demonio el Centro tomado, al carajo el caos vial, al infierno los grupos sin clases, pero en cuando los maestros intentaron tomar las vías, el gobierno las defendió con uñas y dientes. Lo dicho por el secretario se oye bien bonito, pero yo sí le diría que no es bueno mentir por convivir ni andar jugando con el corazón de las personas de esa manera, porque donde no sea cierto, yo seré el primero en reclamarte. Es cuánto.