Saúl Juárez Eran los tiempos de María I de Inglaterra. Para distraerse de la preparación del viaje al Ártico, el explorador Sebastián Caboto recorría por las tardes la Cheapside Street. Se sentaba bajo el roble del mercado en donde ya lo esperaban para oírlo los aspirantes a marineros. Los jóvenes se acomodaban alrededor del viejo cartógrafo que empezaba a hablar mezclando el inglés, el italiano, el español y hasta el véneto. Se reía con una carcajada de ogro al ver la cara de asombro de los muchachos. —Desde el principio deben saber que el océano no es amigo de nadie. Y lo que da el mar, el mar lo quita —decía ya sólo en Inglés—. El primer cometido de un buen marino es llegar a viejo, yo lo he cumplido sin dudarlo. Fui el Gran Piloto porque logré mantenerme vivo. Después les refería las tierras recorridas, describía el vuelo de los cisnes de cuello negro y los cormoranes del río Paraná. Hablaba con amor de los horizontes quemados de la pampa. Luego se despedía de los jóvenes con el mismo consejo: —Si algún día la vida pierde rumbo sin razón clara, será porque en el pasado azota una tormenta —sentenciaba—. Tengan cuidado, algunos naufragan en esas tempestades. Al llegar a casa, aquella noche de velas rasgadas, se sintió mareado y fue a acostarse de inmediato. Alcanzó a recordar a Mattea, su madre, que cantaba barcarolas mientras descamaba pescado en el umbral de la casa del sestiere de Castello, allá en Venecia. Antes de que empezara el dolor del pecho, llegó a la mente del anciano el color terroso del Río de la Plata. Comprendió que ya no haría el viaje al Ártico y sintió tristeza por no poder mapear la parte helada del planeta.