MIRADOR | Melancolía

Es bien sabido que Odiseo volvió a Ítaca bajo la protección de la diosa Atenea, pero su arribo a la isla, después de veinte años, no resultó apacible

Saúl Juárez

Es bien sabido que Odiseo volvió a Ítaca bajo la protección de la diosa Atenea, pero su arribo a la isla, después de veinte años, no resultó apacible. Disfrazado de menesteroso, debió fraguar un último ardid para acabar con los pretendientes. El resultado fue una lucha en la que él resultó vencedor y sólo hasta ese momento pudo abrazar a su hijo Telémaco y a Penélope, ya en la paz del reino recuperado.

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Sin embargo, ahora que la existencia empezó a transcurrir en calma, el héroe comenzó a sentir el crepitar del tiempo, tan sofocante como la fragua de Vulcano.  Comprendió que no todas sus heridas habían cerrado. Entendió también que tales laceraciones no estaban en el cuerpo, sino en el alma abatida por esa quietud mortífera.

El astuto rey subió al monte Nérito y se sentó en un promontorio a mirar el mar. Lo hizo por horas y por días sin que nadie pudiera regresarlo al hogar. A cualquiera que lo intentaba le mostraba el filo de su daga.

Al cabo de una semana, el guerrero bajó apresurado por las pendientes pedregosas. ¿Había recuperado la cordura?

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A la mañana siguiente, con la ayuda de su amigo Eumeo y de algunos hombres del océano, se dio a la tarea de reparar en secreto un antiguo bajel de vela remendada.

Al inicio de las Dionisias, levó el ancla sin despedirse. Desde el puente miró su isla con la melancolía de los eternos viajeros. No había escapatoria, debía volver al océano, tenía cuentas por saldar con Poseidón y, además, no estaba hecho para morir en una habitación caldeada por un brasero.

Los vientos arreciaron cerca de la isla de los feacios. Odiseo pensó que la tormenta y el mar son la mejor sepultura para los marineros.